Obscuras luces de agosto

El texto que a continuación reproducimos es un texto a caballo entre el análisis de los últimos acontecimientos en la ex-URSS y una polémica con Alain Brossat, compañero empeñado, según sus propias palabras, en “limpiar la casa de telarañas post-trotskistas”. Razones de espacio nos impiden reproducir el texto de Brossat. Con todo, el propio Bensaïd se encarga de precisar (en algunos casos citando textualmente) aquellas ideas de Brossat con las que discrepa parcial o totalmente. Esperamos, pues, que la lectura de Obscuras luces de agosto resulte esclarecedora por sí misma. Digamos, finalmente, que el artículo esta tomado de Critique Communiste, revista mensual de la Liga Comunista Revolucionaria, sección francesa de la IV Internacional.

“La infinidad de situaciones, ¿quién, pues, la agotará? El acontecimiento donde arrojar los dados, ¿quién, pues, lo templará?
Confíe en su imperativo. Aléjese del poder. Que el veredicto lo deje indiferente y que nunca nada lo consienta.
A la necesidad.
Los satisfechos, que pasen. Los temerosos, que proliferen. Es nuestra intacta singularidad lo que ha hecho en el mundo ese gran hoyo en el que se planta, de siglo en siglo.”
“El semáforo del comunismo.”

A. Badiou, D’un désastre obscur.

Que un acontecimiento, en resumidas cuentas minúsculo, pueda tomar a proporción de una fractura y de un vaivén histórico, resume bien la ambigua paradoja de la época. A menos que no haya ahí un error de percepción y de perspectiva. Tiempo obscuro en efecto, en el que la historia se representa directa mente bajo la forma irrisoria de la farsa. En el que tres días de engaños se dan aires de revolución.

Precisemos. No enfrentamos a la tentativa de golpe del 19 de agosto en Moscú los estados de ánimo de un Marchais. Mucho menos los apresuramientos de un Mitterrand decretando la misma noche: “Así pues, el golpe ha triunfado…”1. El golpe amenazaba con aniquilar las todavía frágiles libertades democráticas. Sus promotores proclamaban sin rodeos su deseo de continuar la liberalización económica dentro del mantenimiento de la Unión y de la disciplina. Había, pues, que condenarlos y apoyar a todos aquellos que, en la Unión Soviética, se lanzaron contra los tanques.

Mitterrand y Marchois no lo hicieron. El segundo por nostalgia del viejo orden. El primero, no por error de comunicación, sino porque estaba dispuesto a acomodarse a los compromisos epistolarios de Yanáyev. Esto es tan cierto como que, en el nuevo orden mundial, el orden tiene premiación sobre la democracia. Al temblarle la mano a Yanáyev, sólo quedaba agarrarse a la fuerza de Yeitsin y sacar del apuro a Gorbachov.

La derrota del golpe puso fin al reino absoluto del partido-Estado y aceleró la descomposición del régimen. Estimula las aspiraciones democráticas desde abajo. Las naciones, largo tiempo cautivas de la “prisión de los pueblos”, se benefician de la ocasión para ejercer su derecho a la soberanía. El odio legítimo al antiguo régimen echa abajo los afligentes monumentos de la estética burocrática.

Era necesario reventar este absceso que envenena el siglo.
Ya se hizo. Pero la alegría tiene un extraño sabor a ceniza.

Yeltsin gobierna mediante ucases y saca provecho de la suspensión del Partido Comunista para desterrar toda actividad política en las empresas y en el ejército. Los pueblos largo tiempo humillados toman revancha sobre los hombros de sus propias minorías: ¡a cada quien su espectro de Offokar! El derribamiento de los cadáveres de bronce sirve también para aplastar la memoria, para confundir en la misma fosa común de la historia o victimas y verdugos, para sellar la amalgama entre las esperanzas liberadoras de octubre de 1917 y la reacción estalinista. Cuando los partidarios de lo Comuna rechazaban la bandera tricolor retomada por los versalleses no era para enarbolar el estandarte y los símbolos de las viejas opresiones.

Una leyenda invertida sigue siendo una leyenda.

Satanizar lo que fue sacralizado sigue perteneciendo a lo religioso. De los escombros de lo antiguo surgen las promesas de emancipación pero también de un mismo movimiento, la multitud de demonios inhibidos. Sin duda, este es el signo de que la mascarada senil del 19 de agosto se sigue representando más a nivel del Estado que de la calle. Si la misma conjuga la torpeza de los conjurados y el rechazo popular, el desfondamiento prevalece sobre el derribamiento.

De ahí ese aire de fiesta frustrada. Esa atmosfera de bafle desabrido. Gris como la última puesta en escena de un poder extenuado, en el que la vida, simplemente la vida, está mortalmente ausente. Podemos lamentarlo. Pero la triste verdad y la verdad triste está ahí: “No son las masas levantadas y solares las que han decidido el fin del Estado partido, el fin del imperio soviético. La liquidación de este paquidermo se dio a través de un desarreglo interno, a la vez concertado y sin perspectiva. Hasta el momento, el asunto sigue siendo un asunto estatal. Ninguna invención política ha acompasado la circunstancia”2.

El filósofo aporta aquí a la política su carga de lucidez. El viejo coloso odiado y temido se hunde. El sempiterno enemigo se abate como un roble arrogante. Y su calda acelera nuestra frustración por una lucha final tan a menudo soñada, que por fin haga justicia a los viejos revolucionarios calumniados y rehabilite a los ojos del mundo el ideal comunista original.

Y hemos aquí ante el teatro de sombras en el que actúan las siluetas de Gorbachov, Yeltsin. Yanáyev y consortes. Sepamos al menos, tengamos al menos la sensatez de comprender que esto no debía constituir un Octubre al revés, que esto no constituyo un acontecimiento, No hay en los tres días de Moscú ni el ailanto ni la medida de tal inversión. “Hubo un acontecimiento polaco, entre las huelgas de Gdansk y el golpe de Estado de Jaruzeiski. Hay un esbozo de acontecimiento alemán, durante las manifestaciones de Leipzig. Hubo en Rusia misma, la tentativa incierta de los mineros de Vorkuta… Vienen en seguida Walesa, el Papa, Helmut Kohl, Yeltsin. ¿Quién se atreverá a interpretar estos nombres dentro del resplandor o el relámpago de una propuesta puntual?3”.

Un acontecimiento inencontrable, en efecto.

Un no-acontecimiento de consecuencias, sin embargo, considerables, que pregunta de que acontecimiento anterior considerable puede ser el tardío aborto o el desenlace provisional,

El reto de los quinientos días

Provisional. E incierto. Desde la oposición. Yeltsin podía lanzar el desafío de la restauración del mercado en 500 días. Helo aquí, en su turno, al pie del muro. Bien pronto, los plazos se alargaran. Porque el decorado es plano, y profunda la realidad.

La economía soviética parte a la deriva, sin principio regulador. El plan burocrático ya no funciona, el mercado todavía no. La debacle de los golpistas acelera el proceso, Es la hora problema, a boca de noche, de los pequeños chanchullos’ y las grandes especulaciones. Es el momento propicio para las fortunas rápidas, los pillajes y las rapiñas. Es el tiempo fuera de la ley de los mafiosos advenedizos y de los nomenkla-turistas convertidos. La acumulación primitiva parasitaria se cumple en medio de una orgia mediocre, al pie del becerro de oro de la mercancía. Este estruendo crepuscular de la difunta burocracia todavía no hace el capitalismo. El nuevo tratado de la Unión anuncia bien, en su artículo 8: “Los Estados miembros de la Unión económica reconocen que el desarrollo de la economía tiene por base la propiedad privada y la libertad de empresa” De espíritu del mercado a la letra, la distancia es todavía inmensa.

¿Privatizar, vender, liquidar incluso? Sea.

¿Pero a quién? Hacen falta capitales. Se estima que el ahorro disponible en la URSS apenas cubrirla el 20%, como máximo, del patrimonio liquidado. Y hacen falta empresarios. Un burócrata enriquecido no hace necesariamente un buen capitalista. El aburguesamiento es un largo aprendizaje, de acuerdo al economista húngaro Janos Kornal.

Queda, obviamente, el posible aflujo de capitales extranjeros. Mitterrand ha hablado de nuevo de un plan Marshall. Hace algunos anos, el informe Brandt ya anunciaba un plan Marshall para el Tercer Mundo. ¿El balance? Las analogías son engañosas. El plan Marshall de la postguerra suponía la dirección política y militar americana; se apoyaba en el reino del dólar consagrado por los acuerdos de Bretton Woods: se dirigía a burgueses europeos debilitados pero realmente existentes.

¿Hoy en día? La cuestión del imperialismo hegemónico no se ha solucionado. Estados Unidos reafirma su supremacía militar y diplomática, sin poder frenar su declinación económica y monetaria, y sin que Japón o Europa se muestren dispuestos a tomar el relevo. ¿Cómo financiar la deuda americana, invertir justo lo que hace falta en el Tercer Mundo para taponar las explosiones, y lanzarse al rescate a gran escala de las economías de Europa Oriental? La potencia financiera alemana está movilizada por la digestión de Alemania Oriental. La reserva japonesa acaba de aliviar el déficit americano, de invertirse en su zona de influencia asiática, y de asentarse en Europa Occidental en medio del temor a las medidas proteccionistas luego de 1993…

Yavlinsky ha hablado de la necesidad de mil billones de dólares en seis anos para la URSS (tan solo la deuda pública americana es de 3 mil billones y la del Tercer Mundo de mil billones 300 mil millones). Durante la cumbre de Londres, una propuesta francesa contemplaba rescatar los créditos soviéticos a sus aliados deudores. Esto tendría la doble ventaja de inyectar divisas en la economía soviética y de dar a las potencias imperialistas un medio deprecian suplementario sobre Cuba, Vietnam y otros países del Tercer Mundo o de Europa Central. El importe de la operación está evaluado en… 60 mil millones. Se sigue lejos de la realidad. Recordemos que la dotación del famoso Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo, presidido por Attall: es de… 12 mil millones de dólares. Una limosna.

Por el momento, pues, el anunciado plan Marshall se reduce a la ingeniosa propuesta del triangulo comercial, consistente en prestar a los soviéticos con que comprar carne polaca o checa. Ante el caos económico y la incertidumbre política, algunas empresas que comerciaban con la URSS tienden incluso a retirarse, ante la falta de interlocutores estables y fiables. Decididamente, del plato a la boca se cae la sopa.

El espectro de la tercermundización ya está ahí. Como para confirmarlo, la sombra de Jeffrey Sachs, mago del liberalismo y padre abusivo del milagro boliviano, ya planea sobre Europa Oriental. Peligro: como se dice en América Latina, de los Chicago Boys, Al Capone es el que tiene menos muertos sobre su conciencia. Una broma a tomar al pie de la letra.

En pocas palabras, se comprueba que el mercado no es tan natural como lo pretenden los liberales. No basta desreglamentar para que las cien flores del capital se abran. El mercado, como el plan, es una institución, con sus leyes, sus reglas y sus coacciones. “Un mercado nunca es un don de Dios, sino una puesta en marcha de la libertad bajo la égida del Estado…; un mercado se construye…”4. Y esta construcción todavía reclama mucha sangre, sudor y lagrimas.

Los optimistas de la restauración en el Este argumentan que no es necesario imaginar una transformación capitalista de la URSS de la noche a la mañana. En lo inmediato, bastara crear bolsas capitalistas alrededor de las grandes ciudades y zonas francas, sentando así las bases de un desarrollo “en piel de leopardo”.

Después de todo, el desarrollo capitalista en el Tercer Mundo comienza por polos de acumulación y deja vastas reglones en barbecho. Pero la URSS no es precisamente un país del Tercer Mundo, sino la segunda potencia industrial. El proletariado urbano es socialmente mayoritario. Una implantación selectiva del capital supondría una desindustrialización masiva, la expulsión por hornadas de la fuerza de trabajo, en un país en el que ya no existe una economía rural de subsistencia.

Esto no es concebible.

Pero es absolutamente inédito, Y nadie puede predecir el costo y los efectos sociales que tal mutación tendría. En el sentido de levantamientos populares – de los que las huelgas de los mineros ucranianos y, a pesar de su ambigüedad, la de los umanos, no son más que las premisas –, pero también en el sentido del pudrimiento y de la desesperanza.

¿Balcanización?

La dinámica actual de las cuestiones nacionales alimenta al respecto un índice.

De entrada, que quede claro que la unión forzada nunca es una solución. Estamos, pues, por el derecho a la soberanía y a la independencia de todas las naciones y las minorías nacionales oprimidas: contra toda traba por la fuerza al ejercicio de este derecho, sea en los Países Bálticos, en Ucrania o en Croacia. No habrá superación posible de los resentimientos y las desconfianzas seculares sin la lucha por el respeto a este derecho.

Dicho esto, la independencia no deberá ser la última palabra de la cuestión.

A finales del siglo XX, bajo el reinado del imperialismo tardío y de la mundialización de la economía, de la comunicación, de los intercambios, la formación de la nación no deberá jugar el mismo papel que en el siglo pasado. De ahora en adelante, se enfrente a un doble movimiento de inserción: desde arriba, en una red, de Interdependencias económicas y comerciales: desde abajo, de crecimiento e interpenetración de las poblaciones.

A partir de ahora, las naciones que han proclamado su independencia se encuentran ante el problema del contenido y las modalidades de esta independencia, tanto desde el punto de vista del fundamento interno de la nación como desde el punto de vista de sus relaciones con el ambiente geopolítica. La formación de los Estados-nación podría revestir un carácter progresista en la medida en que donde constituía mercados más vastos superaba los particularismos y el espíritu localista, y tramaba en un mismo crisol a las poblaciones. Ha pasado la hora de la homogeneización de los mercados nacionales y de la formación de una unidad nacional lingüística y escolar. Por no poder encontrar una legitimidad ascendiente expresada por una burguesia conquistadora, los Estados-nación que hoy en día se diseñan tienden a tomar del pasado lejano una legitimidad étnica y exclusiva, “mineral”, habría dicho Rosa Luxemburgo.

Quien dice independencia necesariamente dice Estado; quien dice Estado dice política lingüística y escolar, mercado de trabajo, fronteras. El encarnizamiento por buscar una forma de correspondencia pura y “natural” entre Estado, nación y pueblo conduce ineluctablemente a la guerra de todos contra todos, al desbocamiento de los chovinismos más rancios. Máxime que el contrapeso de las solidaridades de clase y de los combates sin fronteras está cruelmente ausente.

El derecho a la soberanía nacional no es, pues, más que la primera palabra de la situación. Bien pronto plantea la cuestión de que soberanía, de que unión (del respeto a los derechos de todas las minorías en un marco plurinacional) y de que estrategia, en un mundo en el que la independencia política formal, por importante que sea, a menudo sigue siendo la máscara de una dependencia bien real hacia los procónsules del FMI o del Club de los Siete.

El dilema no tiene solución contémplale mas que a escala y en el marco de Europa. Los trastrocamientos en el Este nos dictan repensar Europa. Ayer estábamos, en España, en Grecia, en Portugal, por rechazar la entrada a Europa de las mercancías y del capital. No debemos defender mañana, por el contrario, el derecho de entrada de los pueblos que lo piden, contra la erección de una nueva muralla de contención de los pobres venidos del Este? Esto no tiene sentido más que en la dimensión de una Europa de los trabajadores y de los pueblos, del Atlántico a Vorkuta.

El reto es de esta magnitud. No es sólo el imperio soviético lo que estalla. Son todas las costuras del mundo de la postguerra las que se rompen. La salida a la crisis de acumulación capitalista llama a una reorganización planetaria de los espacios y de los conjuntos económicos y estratégicos, a una refundición general de los Estados y las alianzas. Esto es lo que está en el orden del día con la redefinición de un proyecto europeo, con el tratado de comercio norteamericano, con la puesta en marcha del Mercosur latinoamericano, con los proyectos de sub conjuntos árabes o asiáticos.

Esta redistribución de las cartas y los papeles se hará, como siempre, mediante guerras y revoluciones. Las guerras ya están ahí. La libanización de Yugoslavia, luego de la balcanización de Líbano, prefigure un futuro inquietante. Un futuro para el que ya se preparan las potencias europeas echando las bases de una fuerza de intervención común que ya no tendría por misión contener el peligro procedente del Este, sino trabajar en el advenimiento de un nuevo orden que pase, de entrada, por temibles desordenes.

Bifurcación

Volvamos al no-acontecimiento de agosto y a su paradoja.

El enigma está en la desproporción entre los hechos y sus consecuencias. Porque eran necesarias las tribulaciones de Yanáyev para oír proclamar urbi et “gorbi” la muerte del comunismo y ver al Express titular sobre “Un mundo sin Marx”. En el género efecto de anuncio, el Times lleva una década de ventaja, pues desde 1977 titulaba: “Marx esta muerto”.

El golpe de Estado abortado constituye, a lo sumo, un revelador y un acelerador de una situación previa. Es necesario que la anécdota proceda de otra sacudida invisible y subterránea para que pueda así hacer alarde de los giros de un acontecimiento.

¿Fuimos sorprendidos?

En un sentido, esencial, no. Francamente no. No cesamos de repetir, a la luz de nuestras buenas lecturas, que el desarrollo económico extensivo de la Unión Soviética no tenía más que un tiempo, que la burocracia podía conducir con látigo una fase de acumulación e industrialización primitiva, a un costo social y humano exorbitante. Admitimos incluso que subestimamos la magnitud del desastre. Con todo, al menos que dijimos que esa panificación sin democracia sería incapaz de soportar una nueva revolución tecnológica, que conduciría al estrangulamiento y a la asfixia. Desde comienzos de los años setenta, los índices de esta asfixia se multiplicaban a pesar de los trucajes de las estadísticas oficiales.

En el momento en el que las potencias occidentales sacaban partido de la crisis para modernizar su tecnología y aumentar la productividad del trabajo (al precio del desempleo masivo y del subyugamiento del Tercer Mundo), la URSS se hundía en el estancamiento brezneviano. Fue sin embargo el momento en el que los medios de información occidentales y los ideólogos patentados emprendieron su ruidosa campaña sobre la amenaza de la potencia soviética. Montand inquietaba a las aldeas sobre las miras expansionistas del Ejército Rojo. Glucksman abogaba por el desplazamiento de los Cruise y los Pershing. Castoriadis explicaba doctamente que en el Este el Estado totalitario se habla tragado para siempre a la sociedad civil: “Es verdad que se puede salir de Franco, de Salazar, de Papadopulos, de los generales brasileños, probablemente de Pinochet, no de un régimen comunista uno vez establecido”5. Enredado en los nudos de una despiadada complejidad, E. Morin revela al mundo que “la URSS goza de una superioridad estratégica irremediable” y que ella sola “podía tener voluntad y libertad de desencadenar un ataque nuclear sorpresa”. Contemplando lo peor, llegaba a soñar con una dictadura militar en Moscú como un mal menor: “Una dictadura militar en Moscú correspondería no sólo a una relativa liberalización interior, sino también a una relativa moderación exterior6”.

Estos profetas de la cruzada anti-totalitaria han sido abofeteados por la historia sin siquiera enrojecerse. Al menos, nosotros no compartimos ninguna de sus burradas, hoy en día propiamente vergonzosas. La cuestión, pues, está en otra parte. ¡Las dictaduras burocráticas se desfondan? iHosanna! ¿Es esto una revolución? Desde cierto punto de vista, se parece a una revolución. Los de arriba ya no pueden gobernar como antes, los de abajo ya no quieren. La combinación de esta impotencia revelada y de esta voluntad naciente desemboca en una crisis general del sistema de dominación burocrática.

¿Pero que revolución? Revolución y contrarrevolución no van la una sin la otra. Esto es bien conocido. Se siguen mutuamente, como su sombra. De los escombros del despotismo burocrático, las tendencias y las fuerzas restauracioncitas salen, por el momento, incomparablemente más vivas que las fuerzas de un renacimiento revolucionario, socialista y democrático. No nos hubiéramos arriesgado a predecir la ineluctable victoria de los segundos sobre los primeros, pero contábamos al menos con la posibilidad de jugar una vencida ante la salida incierta. No por creencia ciega. Sino porque los antecedentes de los levantamientos populares de Hungría, Checoeslovaquia, Polonia, hasta 1981 incluso, podían dejarlo entrever.

Algo, pues, ha cambiado.

La historia, una vez más, se ha bifurcado. El sistema burocrático no ha sido simplemente derribado por un levantamiento de sus masas oprimidas. En cierta medida, sí. Pero lo mismo, admitámoslo, por un bombardeo de mercancías. Ha sido balido por el capitalismo sobre el terreno del desarrollo de las fuerzas productivas (así sea al precio del aplastamiento del Tercer Mundo). Este es, en todo caso, un contexto bien diferente a aquel en el que Trotsky escribía en los años treinta. Para él, en el momento en que el mundo capitalista se hundía en la crisis y se extendía la sombra del nazismo en Europa, “las fuerzas productivas habían dejado de crecer”. Era legitimo pensar, pues, apenas 15 años después de la revolución rusa, que los trabajadores rechazarían a la vez el yugo de la burocracia y el de un capitalismo en pudrición para buscar su propia vía.

En los años cincuenta y sesenta, la dinámica de los movimientos populares en Europa del Este todavía podía apoyar esta hipótesis. Después de todo, a pesar del estropicio y la incompetencia burocrática, estos países conocían un desarrollo real. Los trabajadores de Budapest o de Gdansk podían imaginar que desembarazándose del parasito burocrático verían desarrollarse un socialismo con rostro humano. Esta esperanza ha sido destrozada bajo el doble golpe de la represión y del desenganchamiento de los años setenta en relación a las economías imperialistas dominantes.

Las consecuencias no son menores.

No sólo los pueblos que se sacuden en la URSS no hacen justicia espontáneamente a las oposiciones aplastadas por Stalin y no vuelven a anudar el hilo roto por la contrarrevolución burocrática sino que, además, no ven en Octubre un acto fundador y una legitima alternativa al triunfo del Padrecito de los Pueblos. Las razones son múltiples: el largo laminado de la memoria, la discontinuidad de las generaciones; pero también el hecho de que los años veinte, aunque separados de los treinta por la línea de demarcación sangrienta de las deportaciones masivas y la colectivización forzada, no son, con todo, años inmaculados. Sea lo que sea, el resultado esta ahí.

La impostura estalinista consigue una victoria póstuma contaminando con su descredito, a los ojos de millones y millones de explotados, hasta el término mismo de comunismo.

Nosotros hemos luchado por hacer imposible esta amalgama entre revolución y contrarrevolución.

No tenemos nada que lamentar: en historia, derrotas y victorias no tienen de ningún modo, valor de pruebas. Reconozcamos, pues, haber perdido una importante batalla: el experto-lingüista del Kremlin ha podrido hasta las palabras que designaban un proyecto y un ideal. No es un problema trivial de léxico y diccionario. Cuando las palabras que designan un combate son escamoteadas, el pensamiento se atasca, el sentido se obscurece. Para encontrar las nuevas palabras, se necesitan nuevos acontecimientos fundadores.

“La historia no hace nada”

Pero no nos contentemos con un pesaje de tendero, repartiendo los pros y los contra en el platillo de su balanza. Arriesguemos un juicio, El restablecimiento del capitalismo en la URSS lejos esta de haberse consumado. Su vía esta empedrada de caos y convulsiones. Pero estas turbulencias no son neutras. La tendencia a la restauración predomina. No la pequeña Restauración minúscula del reino de la mercancía, sino la Restauración mayúscula, política y cultural, reactiva en toda la línea.

Ya escucho la indignación de los espíritus de lógica simple y rígida: ¿denunciar el presente no es, ya, rechazar el pasado? ¿Decir que el hoy no es bueno no es reconocer que el ayer era mejor? Absurda lógica de dos dimensiones, que no sabe que uno y otro, el ayer y el mañana, no están alineados sobre la cuerda floja de un tiempo lineal y vacio. Si tengo horror a las aguaturmas, ¿.por qué deberían de gustarme los colinabos? Puedo vomitar al capital y a la burocracia sin escoger el mal menor, porque los dos son mortales.

En 1815, Estados y pueblos coligados derribaron al imperio napoleónico. Después de todo, era justo destruir esa empresa megalomaniaca, que había puesto al mundo a fuego y sangre, instalada sobre los tronos de realezas fantoches, y promovido una nobleza militarista y burocrática. Pero esto significó, sin embargo, el regreso de los Barbones, del terror blanco, de la Santa Alianza, el retroceso y el destierro de la revolución. A partir de ese momento, Robesplerre y Saint-Just ya eran considerados locos sanguinarios. Se necesitaron 15 años para que se Iniciara la rehabilitación balbuciente y minoritaria del radicalismo revolucionario.

Ya Lenin es embarcado en la misma carreta que Stalin.

Y Octubre es rebajado a la dimensión de un vulgar golpe de Estado. Todavía oigo los consejos de prudencia: la URSS es un país vasto y complejo: su sociedad no se reduce a la superficie de las cosas y a las lidias entre el Kremlin y la Casa Bianca: hay que dar tiempo al tiempo para que se agiten las profundidades… Cierto, cierto…

Pero no todo lo que se agitó es rojo. No todo cambio es un acontecimiento. En esta concepción lineal de la historia y en este argumento del “retraso” hay algo que hiere la razón. No habría, pues, razón para reexaminar nuestras herramientas de pensamiento. ¿Ni siquiera para cuestionarse?

La “revolución de agosto” no sería más que la primero fase “democrática”, de la revolución política, uno suerte de febrero portador de su octubre. ¿Simple cuestión de ritmo? ¿Gran artimaña de la razón sobre la vía trazada de la historia, donde la consciencia del proletariado debe infaliblemente reatrapar su ser al final de la calle?

La historia no tiene un sentido único. No avanza ineluctablemente, arrastrada por las ruedas dentadas del progreso. Tomemos sólo a Polonia. Hace diez años, el congreso de Soildornosc: un sindicato de diez millones, un movimiento unitario, por una republica autogestionaria, y “devuélvanos nuestras fábricas”. Diez años después: un sindicato de dos millones, la división, la privatización. El tiempo no basta para tejer una nueva conciencia. O entonces, nueva Penélope, deshace durante lo noche las mallas tejidas durante el día.

La cuestión es seria. Toca a la concepción misma del marxismo y de sus interpretaciones religiosas. No hoy fatalidad ni destino histórico. El proletariado puede quebrar el circulo vicioso de lo explotación y del fetichismo de la mercancía. Es una posibilidad, no una necesidad, No hay línea recta del tiempo, entre cortada por paréntesis y rodeos que volverían a cerrarse para entrar en el camino correcto, sino bifurcaciones y ramificaciones que se meten durablemente en vías inéditas y tortuosas.

Las ocasiones malogradas no son simplemente cosas diferidas. Comprometido en un cuerpo a cuerpo con el espíritu religioso, el Marx de La Sagrada Familia, bien dijo, de una vez portadas, que “la historia no hace nada”. No es una persona autómata, “un sujeto metafísico cuyos individuos reales humanos no serian más que simples soportes”. La historia “no libra combates”, y no da bajo su árbol secular una justicia equitativa7.

Henos aquí ante una bifurcación, de la que hay que admitir plenamente las incertidumbres más que buscar sosiegos en un determinismo sociológico Indigente, más que abandonarse a un mesianismo grosero, que es la certeza beata del mañana, al tiempo que el mesianismo laico es la Inquietud despierta de lo posible.

¿Exorcismo?

No nos hemos equivocado ni de enemigos ni de combate. No saldré más, sin embargo, indemnes de este gran desbarajuste. Más vale comprenderlo y tomar el desafío de nuestra propia historia.

Más aún, hay que tomar la sartén por el mango.

Y esto no es exactamente lo que hace el artículo de nuestro compañero Brossat en este mismo número. Continuando un trabajo de duelo iniciado en sus libros anteriores, se ha decidido a limpiar la casa de telarañas post-trotskistas8. He aquí, pues, un articulo en forma de ruptura, en el que el ajuste de cuentas con “el otro absoluto” recubre un arreglo de cuentas con su alter ego.

El “trotskismo” seria, pues, según él, una ideología política de los exiliados, habitados por la nostalgia de una tierra natal o prometida, de un continente engullido, de un Heimat inencontrable: obsesionados por el futuro de una Unión Soviética mítica y alimentados por el machacamiento muy judaico de “el año que entra en Jerusalén”. Supongamos que ahí haya, uno nunca sabe, esta parte de mitología. Y aceptemos ver ese “trotskismo”, un poco mítico también él en su singularidad de sujeto. Sometido a la prueba del diván. Pero, a la espera de los resultados de la terapia, dudamos que este ejercicio de sicología histórica pueda producir algún descubrimiento teórico.

En lo que concierne precisamente a la teoría, Brossat no es menos despiadado. “Patria del socialismo”, “Estada obrero burocráticamente degenerado”, “Estado totalitario”. La querella de los conceptos seria muestra, según él, de un mismo espíritu religioso. Los interminables debates sobre la “naturaleza de la URSS” revelarían inclinaciones substancialistas y medidos de seguridad. En relación o cierto “trotskismo”, cuyo universo mental sigue siendo del siglo XIX, el argumento no carece de fundamento. Existe, en efecto, una concepción ingenua del conocimiento, una manía clasificatoria, consistente en creer que detrás de cada concepto se tiene, bien desglosada, bien en su lugar, una realidad correspondiente; convencida de que la teoría puede decir. de una vez por todas, la verdad sobre la verdad. De ahí las discusiones. sobre todo perentorias y apasionadas, sobre “la naturaleza” de la URSS y de la burocracia, que no son, por lo demás, exclusivas de los “trotskistas”9.

A partir de ahí, el asunto se echa a perder abiertamente. Brossat pasa por deslizamientos sucesivos de la crítica de la inquebrantable ortodoxia a la de “toda metafísica religiosa”. Termina por oponer al pesado cuidado teórico la caza (¿la búsqueda?) de “las verdades parciales y frágiles abiertas sobre el movimiento y la complejidad de las cosas”, en otras palabras, el “conocimiento”, basado en indicios caro a W. Benjamín. De esta caza. Alain ha cargado estos últimos años con un botín útil para la exploración fragmentaria de una memoria engullida10.

Pero su carga contra “la teoría burlesca del Estada obrero” va más allá. En lugar de buscar el posible complementario entre “conocimiento indicativo” y esfuerzo de sistematización teórica, asimila toda empresa teórica “al pesado edificio de las construcciones teológicas”. Tiende a rechazar toda teoría en tanto que intrínsecamente teológica. ¿A dónde lleva esta versión fin de siglo de la gran pelea entre la razón apoliniana y la danza dionisiaca?

Si esto no es decretar imposible toda teoría…

Aiain tiene el gusto iconoclasta de la polémica.

Felizmente, nos previene en una confesión irónica de segundo grado, “la iconoclastia, después de todo, no es más que la adoración de los santos vuelta como un guante”.

Salgamos, pues, de esta querella teológica. Una teoría nunca es más que una aproximación provisional a lo real, una guía para la acción: rebasada por su objeto, nunca enuncia más que verdades relativas. Estas “verdades” perecederas, ¿nos han ayudado a orientarnos? ¿O han constituido, al contrario, un “obstáculo epistemológico” y político, y desde cuándo?

Estas serian las cuestiones fecundas insisto en pensar.

A pesar de las trampas de las palabras, que nuestras teorías eran simplemente menos malas que las otras. A diferencia de la hipnosis que sufrían los “amigos de la URSS” bajo el pretexto de la prioridad del combate antifascista, las mismas no impidieron a nuestros antecesores comprender y combatir sin la menor vacilación el montaje de los Procesos de Moscú, la traición de la revolución española, la superchería de los frentes populares, el pacto germano soviético, el gran regateo de Volta, la liquidación de la revolución griega. Las mismas nos ayuda ron a esforzarnos por ver el mundo simultáneamente con los ojos de los oprimidos del Sur, del Este y del Norte, como se dice hoy en día, a apoyar a los insurrectos de Budapest o de Gdansk; a defender las revoluciones yugoslava, china o vietnamita, incluso cuando sus direcciones nos eran hostiles: a combatir sin concesión a nuestro propio imperialismo. Las mismas nos permitieron, en los años setenta, hacer frente a los espectaculares reniegos e inversiones de un maoísmo descompuesto y afrontar las cruzadas “antitotalitarias” de los nuevos demócratas convertidos a los valores del “mundo libre”.

Esto no es tan malo, después de todo, en el laberinto de este tiempo.

Al menos escapamos a las errancias filoestainlanas de un Sartre y de un Althusser, a las inversiones de un Burnham, de un Castoriadis, de un Daniel Bell. Al menos rechazamos el chantaje que exigía no desesperar a Billancourt y no bailar al son que tocaban. Había, con toda seguridad, una relación, por tenue que fuera, entre nuestras pobres viejas teorías y nuestra modesta practica.

¿Teologías?

¿Qué hemos tenido debilidades y vacilaciones? Sea. Hemos cometido errores, más o menos graves (en lo personal, guardo un punzante recuerdo del error sobre Afganistán, no obstante el hecho de que apenas tardamos en corregirlo).

Para alimentar su crítica. Brossat da prueba de Inútil mala fe. Nos acusa, a propósito de la peticion contra el bloqueo de Cuba, de “permanecer cautivos de las viejas solidaridades”, en el momento mismo de un proceso de Moscú en La Habana (el proceso y la ejecución de Ochoa). Es legítimo de su parte cuestionar la oportunidad o lo bien fundado de tal Iniciativa. Lo que es menos legítimo, es la amalgama que le hace decir: “Se tiembla al imaginaria santa indignación que habrán sentido esos viejos creyentes, en 1938, ante el anuncio de las confesiones y la ejecución de Bujarin…” Con la sola diferencia, y Brossat lo sabe muy bien, de que nosotros no somos viejos creyentes. de que nosotros nos opusimos a la dirección cubana desde su apoyo a la intervención en Checoeslovaquia, de que nuestros camaradas latinoamericanos han mantenido con ella relaciones de alianza más a menudo conflictivas que pacificas, que inmediatamente denunciamos el proceso Ochoa por lo que era… Todo esto no justifica aceptar o no decir nada ante el mantenimiento del bloqueo americano. ¿Y por qué el momento seria más inoportuno que otro para decirlo?

Mas seriamente, Brossat nos reprocha una “visión de sentido místico y un poco patológica del término” de la URSS de los años veinte, y una obstinación por “vivir en la autarcía de nuestros autores enriquecidos por dos ensayos de Anatole Kopp y de un Moshe Lewin”. Aquí, las cuestiones son complejas y mezcladas.

Comparto la preocupación que anima a Brossat desde hace varios años de contradecir una concepción un poco mítica, oponiendo la negrura sin fondo de los años treinta a la radiante luz de los años veinte soviéticos. El terror estalinista tuvo, sin duda, su parte de consenso y. a pesar de sus sufrimientos. Ana Larina Bujarina se encarnizó en repetir que nunca se comprenderá nada del asunto si no se admitía que los años treinta también fueron años de entusiasmo o, según las palabras de Deutscher, “de heroísmo burocratizado”11.

Recíprocamente, los años veinte también tuvieron su parte mala, que habrá que pasar por el tamiz si se quiere que la historia misma resulte creíble. Insistimos en la época, a partir de los autores disponibles, en la búsqueda revolucionaria, sus audacias, y en la ambición de transformación del modo de vida. Deseamos así rehabilitar el alcance utópico del proyecto revolucionario y colocar en su justa medida los entusiasmos ciegos por la revolución cultural china. A pesar de esto, Trotsky escribió Terrorismo y Comunismo: la confusión de clase, partido y poder favoreció el desarrollo de la burocracia: hoy que volver a hablar de Cronstadt, de la oposición obrera, de la concepción del derecho y de la democracia, y los Solovki se volvieron un baño político luego de la guerra civil y desde antes de la muerte de Lenin…

Dicho esto, del otro lado de las categorías y las definiciones, no es indiferente saber si el gulag es la simple prolongación de los Solovki y si Stalin es el heredero legitimo de Octubre. O si, al contrario, sin ocultar la crítica de los años veinte, se mantiene entre los Solovki y el gulag no una simple diferencia de escala sino una diferencia cualitativa. Y si Stalin es el jefe de una contrarrevolución burocrática victoriosa.

En ello va, simple y llanamente, la inteligibilidad de este siglo.

Si se revela que la revolución constituyó desde el origen solo una empresa de modernización burocrática, habría sido necesario apoyar la posición de los mencheviques y combatir en nombre de la democracia esta nueva forma de despotismo. Si se revela que la Unión Soviética se vació de toda dinámica y substancia revolucionaria desde comienzos o finales de los años veinte, habría que volver a ver bajo otra luz el sentido de la Segunda Guerra Mundial y de otros acontecimientos centrales de este siglo. Vayamos más allá: la evolución en curso en la URSS parece refutar categóricamente la idea de que, a pesar de la contrarrevolución política triunfante, habrían perdurado conquistas sociales que fundieron la adhesión de una parte al menos de la población a los orígenes revolucionarios. He aquí “un hecho polémico” que interpela la teoría.

Un hecho perturbador.

Se puede intentar Integrarlo a la teoría insistiendo en los efectos políticos y sociales del giro radical de los años setenta: seguirá siendo difícil establecer bajo Breznev lo existencia de una contrarrevolución social invisible. La respuesta no es, pues, suficiente para rendir cuenta a nuestra interrogación inicial en cuanto a la desproporción entre la pobreza histórica de las peripecias moscovitas y el poder de su significado. Para que tal deslecho, tan brutal, fuera posible, hay que contemplar que la concha estaba vacía desde hacia muchísimo tiempo. Si este es el caso, la hipótesis de Kuron debería ser tomada en serio: estaríamos ante sociedades burocráticas semifeudales tardíamente comprometidas en la vía específica de su revolución burguesa. Hipótesis que repercute sobre una vasta cuestión: ¿el capitalismo, en su etapa superior un poco superada, sigue en posibilidades de jugar cierto papel progresista para una tercera parte de la humanidad?

No se trata aquí de teología. Simplemente de política. En el caso de Brossat, el ardor por obtener peras del olmo y el jugo conceptual conduce a una Interferencia de reparos y periodizaciones, de la que no se sabe que política puede resultar. Su actitud ante la caída del Muro de Berlín revela, sin embargo, el peligro que habría al repudiar lo teórico en oras de lo simbólico, y al fundar una política sobre esta substitución: el siniestro Muro deviene, de entrada y ante todo, un lugar de memoria a la medida del holocausto 12.

¿Teoría?

Preocupados por escapar al contagioso descredito que alcanza a toda idea de comunismo, algunos creen salir bien sin esfuerzo. Bastaría con repetir en el tono más enérgico y convincente posible que nosotros no tenemos nada que ver con esas sociedades y su historia. Antes deberían reflexionar al respecto. ¿Nada que ver con la burocracia y la dictadura estalinista? ¡Cierto! Pagamos caramente el poder decirlo.

¿Pero nada que ver, tampoco con esas sociedades, de las que decíamos seamos honestos que a pesar de la burocracia seguían llevando la marca del impulso inicial, y que esto fundaba el carácter especifico de la revolución antiburocrática ¿llamada política? Si este es el caso, es necesario ser precisos, decir aproximativamente desde cuándo, y sacar de ello las conclusiones que se imponen: si no queda nada, absolutamente nada, de la herencia revolucionaria, las categorías de Estado obrero y de revolución política están muertas. ¿Hay que llegar incluso a considerar como un progreso, ya no la restauración, sino la instauración eventual del capitalismo?

Brossat nos invita al menos, a su manera, a ver los “hechos polémicos” susceptibles de desestabilizar la teoría. Hay muchos, en realidad, y ninguna teoría es eterna. Sin duda, nuestras teorías han permitido guiar un programa de búsqueda fecunda sobre la burocracia, sobre el desarrollo del imperialismo de la postguerra. etc. Sin duda, hoy en día han entrado en una fase de turbulencias que anuncian una crisis y “posiblemente” un cambio de “paradigma” teórico. Todavía es necesario saber que, en una concepción no empirista del conocimiento, los hechos polémicos no bastan para refutar una teoría, que no debería ser reemplazada más que por otra teoría.

La solución o una crisis en la teoría no se reduce a tachar una categoría. Llama a una revisión del campo conceptual. ¿La noción de “Estado obrero” se revela insatisfactoria? ¿Qué decir de la de capitalismo de Estado, ¿examinada por Alain Bihr? No basta que haya explotación y asalariado para especificar el modo de producción capitalista. Es necesario, además, que el intercambio generalizado de mercancías opere como regulador del conjunto de las relaciones sociales. Ahora bien, se siente que en la URSS el restablecimiento de la regulación mercantil es una empresa problemática y que las privatizaciones plantean ahí otro tipo de problema al que plantean en México o en Brasil… La idea de “sociedades burocráticas” no está menos desestabilizada, sea que remita a la tradicional discusión sobre la burocracia en tanto que clase o casta y. por carambola, a una inencontrable teoría de las clases, sea porque se trata más fundamentalmente de establecer la existencia histórica de un modo de producción burocrático. El desfondamiento del sistema soviético tendería entonces a probar que ahí no había ni modo de producción específico ni clase portadora de un nuevo dinamismo histórico.

En todos los casos, una parte de la discusión pierde su apuesta práctica. SI la misma sigue siendo teóricamente necesaria y útil, no debería constituir un obstáculo a lo investigación, sobre el terreno histórico y social de ahora en adelante abierto en el Este: a partir de ahora, sólo esta búsqueda puede renovar los términos. Aquí, las impaciencias de Brossat comportarían su grano de verdad. Todavía hace falta oír sobre la forma de tratar las teorías socavadas. Ciertamente, no despidiéndolas para dar lugar a la cacofonía caótica de los hechos, libres de toda impregnación teórica: más bien probando hasta el fin los límites de su resistencia. Ante la falta de verdad absoluta o de realidad figurativa, no hay en este caso “comunidad científica” que pueda desempatar dos hipótesis. Esto solo podrá hacerlo “una comunidad militante”, a la luz cruda de su práctica.

Critique Comuniste, número 112-113, noviembre de 1991

Documents joints

  1. Intervención televisada de Mitterrand, Le Monde, 21 de agoste de 1991.
  2. Alain Badiou, D’un désastre obscur, L’Aube, 1991.
  3. Alain Badiou, Ibíd.
  4. F. Rachine, Libération, 3 de septiembre de 1991.
  5. Castoriadis, Le Monde, 26 de febrero de 1983.
  6. E. Morin, la Nature de l’URSS, Fayard. 1963.
  7. Marx, La Sagrada Familia.
  8. Los libros referidos son: Un agent de Moscou, Gallimard. 1988: A l’Est, la mémoire retrouvée, La Découverte, 1990 (colectivo); le Stalinisme entre Histoire et mémoire, L’Aube, 1991.
  9. Cf. el libro de E. Morin antes citado.
  10. Ver sobre todo su bella e Inteligente introducción, Ozerlog memoires reveillées d’un camp sibérien (colectivo). Si no, 1991, donde ilustra la práctica de lo que entiende por conocimiento inductivo.
  11. Anna Larina Bujarina, Boukharine, ma passion, Gallimard, 1989.
  12. Ver el artículo de A. Brossat sobre Alemania, Critique Communiste, número 102-103.
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